lunes, 28 de diciembre de 2009

And I knew if I had my chance...

No serían ni uno ni dos los campesinos que en la puntiaguda Edad Media hubieran nacido con el don de crear música. Aldous, tarapampabuelo de alguno de nosotros, pasó toda su vida, aparte de entre ratas infectadas de peste bubónica y olor a heces bovinas, obsesionado con melodías celestiales. De vez en cuando se sentaba afuera de la catedral en la ciudad, y con suerte había un concierto o una misa y podía escuchar los escollos de lo que sólo nobles y clerecía parecían merecer. Escuchaba con los ojos cerrados y la boca entreabierta.

Por el camino, emocionado con el vivo recuerdo, componía en su cabeza sinfonías imaginando a la perfección cómo sonaban y se cruzaban los primeros y segundos violines, violas y bajos, o aventuraba alguna fuga de órgano. Al volver a la labor del huerto explicaba detalladamente al aire cómo era cada una de las voces; moviendo los brazos enérgicamente las cantaba una a una. Cuando el viento pasaba a través de las hojas y silbaba, imaginaba sus instrumentos tocando, su música, y lloraba emocionado con el cielo que entonces rozaba con los dedos. Y jamás supo qué era un pentagrama, una tonalidad, ni un círculo de quintas, ni quién era es tal Johann Sebastian del que tanto hablaban.

Ahorrando durante dos años compró un laúd, y con ello consiguió hacer algunas canciones que entretuvieran a borrachos en los bares de la pobredumbre. Y en eso quedó todo, no pudo hacer más. Ni siquiera se casó. Al final quienes mejores conocieron su obra fueron sus hortalizas, las cuales ya sea por causas inciertamente científicas o simplemente metafísicas, crecieron más grandes y jugosas de lo normal.


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El dilema de siempre, no sé si la brevedad está bien o es que soy incapaz de escribir algo con más cuerpo.

1 comentario:

  1. Seguramente aquella persona que fuera a salvar a la humanidad de ser lo que es murió cómicamente ahogada comiendo un trozo de hortaliza demasiado grande, o algo así.

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