domingo, 20 de septiembre de 2009

Servicio

Aquella noche fui al restaurante más caro de la ciudad, reserva previa y todo eso, y pedí un vaso de leche con una palmera de chocolate. Me había presentado con la ropa de un día normal, y con la libreta medio escondida por si sobrepasaba los límites de su paciencia. Aunque había elegido mesa junto a la ventana, en el momento en el que el estirado camarero me sirvió cambié de idea y quise estar en mitad de todos; deseé inmiscuirme en aquel lujoso vertedero. Pero al no saber si podía hacerlo o no, simplemente esperé a que no me viese ningún hombre de uniforme. Con la libreta bajo el brazo llevé en una tanda el platito del vaso a la otra mesa y luego, vigilando de nuevo, volví a por el de la palmera.

Éste ultimo tenía el chocolate medio fundido, que se olía aunque lo alejases de tu cara, y al probarlo con el dedo lo noté un poco cargado para mi gusto. Situé los platos y puse la libreta a la derecha, abriéndola por una nueva página. Con los cubiertos era imposible comerme aquello, así que partí un trozo de palmera con los dedos, lo metí en la leche, y luego en mi boca. Miré alrededor sin saber si prefería que esa gente se fijase en mí o que no les importase en absoluto. Cogí el boli esperando que algo saliera de todo aquello.

Y a los cinco minutos, tras unos pocos mordiscos de chocolate, rodeado de aquellos saltrapas, con sus abrigos de piel, rolex y pedrolos varios, el bolígrafo emanaba frases casi sin pensarlo. Me venía a la mente la visión externa de las ventanas estallando, salpicando la calle de trozos de vidio, carne y dinero. No me malinterpretéis, yo no los odiaba por su dinero, sino por sus cabezas llenas de dinero.

Cada vez con más despreocupación, combinaba el escribir con el comer. Si pudieséis leer las páginas originales, os encontraríais aún con un par de manchas de chocolate. Me vinieron a la cabeza cinco grandiosas ideas, y de cada una parí un relato diferente. De una página, eh. Aquel restaurante era una mina, en especial por los detalles. Las estúpidas conversaciones que oía en las mesas cercanas, las risas, los movimientos: todo lo que hacían esos gilipollas era aprovechable. Aunque no era mi idea, seguí escribiendo tras terminarme la palmera y la leche.

Cuando me cansé pedí la cuenta y un larguerucho la trajo, pagándosela yo al momento. Con los restos aún en la mesa, con discreción me puse la cucharilla y el tenedor en el bolsillo. El cuchillo, aunque no era afilado, lo escondí por prudencia entre las páginas de la libreta. Y me fui.

Dado el nivel de lo que escribí en aquellas dos horas y media, fueron los 15 euros mejor invertidos de mi vida.

1 comentario:

  1. Buen relato. Me encanta sobre todo la frase "yo no los odiaba por su dinero, sino por sus cabezas llenas de dinero", me parece que resume mucho más de lo que parece llenar con unas pocas palabras. Eso sí es sincera concreción!
    Va mejorando mucho tu estilo, a la vez que se va definiendo como "tuyo".

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