Dispara tus balas
Hasta que las muescas de percutor
Digan basta.
Eso decía mi padre. Sí, mi padre intentaba escribir poemas, a pesar de no haber tocado un libro en su vida. No, qué va. Quería empezar así esta historia, no sé a qué vendría, pero no, mi padre nunca hubiese dicho una tontería así. No sé por qué viene a mí cabeza ahora mismo, en una clase de cómic. De cómic. Un revólver, cómic. No es tan ilógico. Pero quería seguir con ello. El profesor ha pasado un corto de dibujos animados. Y vaya, qué risitas sueltan todos.
Tengo dos teorías:
Efectivamente, ríen con sinceridad. El estado grupal incrementa la suspensión de la incredulidad, y el cine se vuelve verdaderamente cine. Como niños grandes ilusionados, con envidiable actitud de admiración, ríen con la ridiculez de cada gag y cada patada en el culo.
O por contra, es una risa inconscientemente nerviosa, la necesidad de reír por rellenar el hueco social. Corresponde a esa misma tensión, el nerviosismo palpable en las casas en las que el televisior se deja siempre encendido, para que hable un poco por todos, para que parezca que el día está siendo un día en el que está pasando algo verdaderamente.
Pienso con temor, en esos días en los que mientras intento dormir suenan dos televisores o más, en la posibilidad de que en algún momento actúen como dos chirriantes megáfonos de publicidad, trabajando simultáneamente, cosa que ocurrirá inevitablemente en algún momento de la noche, sin que nadie parezca molestarse. Una televisión con el volumen alto no parecía extraño como tercer invitado a una conversación entre marido y mujer.
Yo estudiaba eso, estudiaba el ruido.
Últimamente le doy tantas vueltas a una idea algo tonta. Tonta por irrealizable e idealizadora. Pienso que ojalá hubiese coincidido temporalmente con mi padre de otra manera. Que tal vez si le hubiese dado a leer un poco de Hemingway, al cual yo mismo no llego de a abrazar, y cuya elección sería incapaz de justificar, mi padre se hubiese sentido menos solo. Y esa incomprensible pena en su rostro tal vez hubiera suspirado, melancólicamente aliviado. Pero siendo un niño, qué va a entenderse de un hombre que dice, sentado y lacrimoso: "No lloro de pena, lloro de impotencia" ¿Qué conservaba yo de aquello, de aquello que fue todo menos eso? Una pensión a media vida.
El aula está por debajo del nivel del suelo, si alzas la vista puedes ver las piernas de la gente que pasa por la acera. Cuando llueve mucho, pienso que el agua entrará y que ese subterráneo se llenará como una pecera, todos flotando. Dentro de un año, la pecera se vaciará, yo no seré más que un pequeño recuerdo en las cabecitas de gente que tendrán, probablemente, carreras buenas, decentes, brillantes.
Mira tus pies.
Mira tus cordones despasados
Siente la holgura
De tu zapato.
Justamente el otro día -antes de leer el texto- escuché decir a un niño que el agua que había en una fuente caía sobre los coches que pasaban por debajo. Por unos segundos me pareció posible. Pensé que estaría bien que alguien escribiera algo así sin ser niño. De hecho intenté escribir sobre cómo sería leer algo así y estuve dándole vueltas toda la tarde. Pensé que quizá Salinger tendría alguno. Y ahora víctor viene y
ResponderEliminarDaniel Muñoz Sanz.