Se calentaba Gabriel unos canelones envasados al microondas, cuando escuchó que alguien llamaba a su puerta. Tres montones de platos sucios se amontonaban sobre la mesa, y uno se había caído al suelo el día anterior y permanecía en varios pedazos en el suelo, esperando a ser recogido. El reloj de la cocina marcaba las 11.50, pero llevaba en esa hora unas cuantas semanas. Por la luz del sol sabía que eran las 5 o las 6. “¿No era domingo? Joder.” - masculló. Salió de la cocina y entrecerró la puerta para evitar que se viese desde la entrada todo el desorden. Fue hacia la puerta imaginando quién era, y efectivamente, al abrirla, saludó a la mujer y la niña que esperaban allí.
- Hola. – las saludó Gabriel
- Te traigo a la chiquilla. – dijo la mujer, quien hizo una mueca, que hizo poco esfuerzo por disimular, al ver sus mangas largas en pleno mayo, sabiendo qué ocultaban.
Él soltó un bostezo apagado. La niña, que estaba a su lado, llevaba el uniforme de la escuela, que incluía unos mocasines negros en cuyo brillo se fijó Gabriel.
- Ya. Hola Ester – dijo agachándose hasta estar al nivel de la niña, subiéndose las gafas.
- Hola.
- Es lo único que te falla, decir hola y adiós.
- Pero si te he dicho hola! – protestó ella.
- Pero el otro día no dijiste ninguno de los dos.
- Es que… hay una chica de mi clase que no dice nunca hola y adiós.
- Pero si tú intentas decirlo, siempre harás el día de alguien un poco mejor.
Ella dijo que sí con la cabeza y Gabriel volvió a erguirse para hablar con la madre, que le observaba la escena con una fría sonrisa. El timbre del microondas sonó y se hizo un incómodo silencio, durante el cual ella intentó asomar la cabeza con pretendida discreción para averiguar el estado de la casa.
- ¿A qué hora vendrás a por ella? ¿Como el otro día?
- A las 7, sí.
- Está bien, tendremos tiempo, imagino – dijo – pasa Elena, pasa.
La niña pasó hacia adentro.
- ¿Te has tomado las pastillas hoy?
- Sí – contestó él, secamente.
- Lo hago por tu madre, me insistió mucho con que te buscara algo. Con todo lo que le hiciste sufrir, no eres ni para ir a verla ni nada. – dijo, tras lo que se dio la vuelta un momento para darle al botón del ascensor, que había cogido otro vecino. - En vez de salir y buscar algo. Mi hijo se ha ido a Londres a trabajar en un hospital, le puso ganas y ahí está. Pero claro, esto es más fácil.
Mantuvieron un silencio mientras llegaba el ascensor, en el cual la mujer volvió a estirar el cuello para ver el interior.
- ¿No piensas decir nada?
Él levantó los hombros, mientras pensaba varias contestaciones que no le merecían la pena. El ascensor llegó y ella se metió en él sin decir nada.
“Pelmaza”, dijo Gabriel tras cerrar la puerta.
Gabriel volvió a la cocina y sacó los canelones del microondas. Toda la cocina olía a ellos. Los pinchó con un tenedor y se fue para el salón, tras subirse las gafas. La chiquilla se estaba quitando la mochila contra el sofá. Mientras tanto, fue hacia su habitación y se tomó dos pastillas del frasco del segundo cajón de la mesita. Pensaba en qué tema de conversación darle a la niña antes de empezar a hacer deberes. No tenía ganas de ponerse a hacer con ella sumas o los típicos ejercicios.
La niña ya había venido un día la semana anterior, en el cual repasaron unos deberes de inglés, comprensión de un texto en lengua y matemáticas. No le había parecido especialmente despierta. Tenía una importante dificultad a la hora de enfrentarse a razonamientos lógicos. Pero le había dado una fuerte sensación de que no era algo innato, sino que simplemente no habían sabido enseñarle bien, ya no conceptos, sino relaciones entre ellos.
- Ay, no veo nada. – dijo la niña, refiriéndose a la oscuridad del comedor, en el que estaban las persianas bajadas.
- Sí, perdona, ahora abro. ¿Qué deberes tienes hoy?
- No tengo.
- ¿Cómo que no tienes? – preguntó él. Levantó la persiana y la habitación y sus muebles, la mayoría viejos y en un digno estado, pudieron al fin verse bien.
- Pues porque la profesora se ha puesto malita, y ha venido un chico alto que nos ha puesto deberes pero para clase, no para casa.
- Ah, ya veo, ya veo. – sonriendo ligeramente.
- ¿Y por qué hace tu madre que vengas, entonces?
La niña subió los hombros.
- ¿Cómo llevas las sumas llevando?
- Bien.
- ¿Y leer?
- Bien.
Gabriel se rascó la cabeza.
- ¿Has dado ya las tildes?
-¿Qué son tildes?
Buscó por su estantería hasta encontrar un título en el cual hubiese una tilde, y señaló donde estaba, encima de una a. Sonrió para si mismo, además, pues se decía desde hacía ya años que quería releerlo porque la había leído una sola vez, a los 15 años, y no lo recordaba casi. Se había hecho muchas veces el recordatorio, en tardes o semanas enteras en las que había terminado por no hacer nada.
- Ah, los acentos, sí lo he dado.
- Vaya, pues déjame pensar.
Gabriel sentía que no era una tarde en la que tuviera ganas de pensar o resultar ingenioso de ninguna manera. En ese momento sólo tenía ganas de meterse en la cama. Quería que fuera ya invierno, dejar abierto para que entrase el frío y taparse con mil mantas y no salir para comer ni para nada. El verano (casi verano, entonces) tenía ese humillante empuje hacia lo agitado. Pero entonces tuvo una idea que le dio energías.
- A no ser… ¿Has dado música clásica en la escuela?
- Sí, Mozart.
- ¿Y te gusta?
Ella encogió los hombros.
- Mmm, si quieres puedo ponerte un poco de música en vez de hacer deberes. Pero espera que dé un par de bocados. No me gusta comer mientras suena música, ¿sabes? Es como una falta de respeto.
Dio un par de pequeños tenedorazos. Buscó algún disco entre su colección, repasándolos con el dedo. Sintió que era una decisión importante. ¿Qué piezas podía enseñarle? Tuvo una sensación curiosa; de repente, de la supuesta biblioteca musical de su cabeza, sólo le venían un par que pudieran, tal vez, gustarle. Sólo le venían las que había escuchado en el último año, pues en realidad los discos andaban algo escondidos. Y las piezas que pensaba, ni siquiera las sentía adecuadas para ese momento. Tenía que haber alguna que pudiera sorprenderla mucho. ¿La sinfonía número 40? Era demasiado típica.
- ¿Qué autores has dado en la escuela?
- ¿Autores?
- Compositores de música, digo.
- Ah, Mozart!
- ¿Y alguno más?
Ella se encogió de hombros.
Imaginaba la mente de los niños como una cámara con una lente que lo distorsionara todo de manera especial. Imaginaba el impacto de los estímulos en ellos. Un sonido como una substancia fluida, como al apreciar la materialidad de un río que discurre y ver sus pequeños remolinos y texturas. Imaginaba su sorpresa inocente ante lo inesperado.
No había pensado con detenimiento qué pieza poner pero estaba impaciente por ver su reacción. Obviamente no podía ser una pieza que requiriese de demasiado análisis, pero podría intentar...sí, explicarle alguna cosa, claro. Sonrió con la idea. Cogió el concierto para clarinete y lo puso en el reproductor.
Empezaron a sonar los violines. Él veces se había puesto a explicar cosas de las piezas, solo, echado en la cama o sentado, imaginando que se lo explicaba a alguien. Ella estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos bajo el mentón.
- Ves, es muy bonito como entran las flautas en esta parte, escúchalo. – dijo, animado.
- Tú ves Dora la exploradora?
- Shh, escucha.
Las flautas sonaron y él miraba la cara de la niña. No parecía haber demasiada sorpresa en ella. Pensó que tal vez había escogido una versión demasiado lenta, aunque sin duda así era mejor, pero tal vez para ella... Era un trozo que le había provocado unas pequeñas lágrimas inconscientes, hacía años. No había ningún retoque necesario, lo ponía, y la música estaba ahí, daba igual la versión. Dejó la musica un poco más, decidió esperar a la repetición del fragmento tras una frase secundaria. Tal vez la recapitulación le afectaría más. Pensó en el volumen también. Hacía unos años, le parecía que siempre encontraba el punto justo, místico, en el cual debía dejar el volumen en cada momento, ni demasiado fuerte ni demasiado flojito. El año anterior había pasado a ponerla fuerte, hastas sentir las vibraciones en la piel. A veces a las 8 de la mañana, o a las 10 de la noche. Y entonces desde aquello la ponía más bajita aunque últimamente ya no se la ponía mucho. La pieza terminó, ella tenía las manos bajo el mentón, los codos sobre el regazo.
- ¿Te ha gustado?
Ella negó con la cabeza.
- Vaya, pues no sé. - dijo. El reloj sonaba en la cocina. Ester se quedó mirando el ya casi inexistente humo que se elevaba desde los canelones, luego miró alrededor.
- Quiero tocar el piano. - dijo ella señalando un teclado que había en un rincón, con la pieza aún por terminar, exactamente en el minuto dos.
- Es un teclado, no un piano. Pero está bien, claro.
Muchos padres apuntan a sus hijos en el conservatorio cuando son pequeños. A piano o a violín. Casi todos terminan odiándolo. Es importante el principio, las primeras veces que contactan con la música. Es difícil también saber que instrumento coger. Puedes darle una flauta, y amar el violoncello y no saberlo. Ellos no lo saben.
Está un poco desafinado- dijo. - Eso significa que algunas notas no suenan exactamente como deberían- continuó un poco después, mientras la niña jugaba a subirse a la banqueta como si fuese algo imposible por la altura.
La forma en la que la tratase era primordial, Gabriel lo sabía. Sabía que podía sacar algo de ella. No se la veía muy despierta, pero... le podría enseñar, claro, era una chica con energías, eso sin duda. Si le iba contando curiosidad, podría hacer que se interesase. Con la pieza de antes, debía haber escogido mal la pieza, o el momento... Los adultos no saben explicar cosas a los niños, cuando sólo hace falta un poco de empatía, saber que una cabeza puede funcionar de otra manera. Diferente, no peor.
- Mira, hagamos una cosa. Yo toco estos dos acordes - se los mostró - y cuando toque el tercero...¿Puedes hacer así con estos dos dedos? - preguntó Gabriel, tintineando los dedos índice y corazón. La niña se movía constantemente sobre su asiento, moviendo sus piernas. Tocó botones e hizo que el teclado sonara a otros instrumentos.
- ¿Tú sabes hacer esto? – le preguntó ella, pasando la mano por encima de todo el teclado, de las más agudas a las más graves.
- Sí, querida, sé hacerlo. ¿Pero y lo que te he dicho?
- ¿El qué?
Gabriel resopló, y volvió a tintinear los dedos entre dos teclas. Luego le cogió la muñeca suavemente y le puso la mano en esas mismas teclas.
- Entonces, yo toco estos dos, y con este...- le señaló el lugar donde estaban las notas que ya le había dicho antes. Hizo falta que se lo volviese a repetir. Hicieron otro intento y ella lo hizo al fin. A Gabriel ese cambio de acorde le gustaba mucho hacía tiempo."Sólo una vez, metido en el lugar adecuado, puede hacerte llorar" decía. Ahora lo escuchaba casi como quien escucha un ruido.
Ella no dijo nada. Gabriel estaba nervioso. Vio un mechero encima de la mesa y pensó en fumar, pero decidió no hacerlo por si se enteraba la madre. Más que por perder el trabajo, no quería escucharla soltándole todo el rollo, y luego también su propia madre.
- Puedes tocar un rato tú sola, o los dos si quieres.
- No, quiero jugar con el ordenador.
Se quedó tocando un rato el cambio de acorde, a ella la dejó de banda por un momento porque le apetecía pensar en aquello, abstraerse. Ni siquiera a él le gustaba ese cambio de acorde, desde hacía ya tiempo. Se preguntó qué sentido tenía querer enseñar a sentir algo que ni siquiera uno mismo tiene.
Ella se puso a caminar con los dedos por encima del teclado.
- Ya sé, te pondré Jazz. Si no te gusta el jazz, ya nos tiramos por un puente.
- No, déjame estar con el ordenador.
- Espera, espera, te pongo esta pieza cortita de minuto y medio, y si no te gusta puedes estar con él.
Gabriel intentó cambiar de discos rápidamente. Se sentía notablemente más nervioso que antes, pero también estaba convencido de que aquello iba a gustarle a la niña. Ella jugaba a enredarse el pelo con los dedos. No sabía qué disco coger. No le iba a gustar nada. Puso una pieza. Sonó intrascendentemente.
- ¿Puedo estar ya en el ordenador?
Él se quedó en silencio unos segundos, hasta decir en voz baja, derrotado:
- Sí, claro.
La niña corrió hacia él y enchufó el botón de la torre, sentada desde la silla.
- Oye - le dijo Gabriel- si te pregunta tu madre, di que hemos practicado restas, estás ya con eso, no?
- Sí.
Después de enchufarle el ordenador y ponerle alguna cosa de internet, se fue hacia la ventana y allí se encendió un cigarrillo. Cómo podía ser un niño tan inconsciente de una tristeza tan manifiesta y visible. Miró hacia la calle, el pavimento, los coches, y pensó cíclicamente que el mundo le decepcionaba y que el mundo no valía nada. Jugó a aplastar coches con el dedo. Que nadie merecía la pena, él el primero. Tintineó los dedos en el alféizar. Giró la cabeza para mirar a la niña, con la miraba pegada a la pantalla, la cara iluminada fríamente, la falda le caía a los lados de la silla.
- No se me ocurre nada más - murmuró, mientras cerraba la tapa del piano.
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viernes, 23 de noviembre de 2012
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Primer relat escrit a París,i crec que sé en qui has pensat per a escriure'l :)
ResponderEliminarEn forma de corto estaría muy bien.
ResponderEliminarAmb piano és molt divertit. No t'animes a escriure més?
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