Ese día, un martes nublado, Ezequiel propone pasarse por el metro para controlar las incidencias. Para ir abajo, utilizan las escaleras mecánicas. Etéreos, pero mantienen la elegancia. No les gusta atravesar a la gente, y deducen que a ellos tampoco les agrada sentirse atravesados. Ya no digamos cuando se quedan en el mismo sitio que ellos. Bajo la ropa y a primera hora de la mañana, no es una sensación agradable. Y como la gente tiende siempre a rellenar los huecos, usan la vía libre.
- ¿Le dijiste de quedar entonces o qué?
- Con un chorrito de vino está muy bueno.
- Saqué tres de la biblioteca, y este que…
- Hoy no tengo ganas de hablar, de veras.
- Beber al mediodía, estáis locos.
- Con un chorrito de vino está muy bueno.
- Saqué tres de la biblioteca, y este que…
- Hoy no tengo ganas de hablar, de veras.
- Beber al mediodía, estáis locos.
- No me gustan estos lugares tan cerrados, subterráneos. – plantea Ezequiel al llegar abajo.- Y a parte, la gente habla tanto… El ruido de las bocas y tripas. Una espiral terrible, desgarro. Y el silencio interior.
Ellos, tal como eran, podían pasar del lenguaje más recargado a hablar casi con miradas. Dieron vueltas alrededor. La gente iba al trabajo o estudiaba. A Jeremías le temblaba el brazo de inquietud. Da vueltas en círculos, aprovechando su ligereza, aprovechando la ausencia de un sistema de equilibrio que le diera náuseas. Cuando vivía era tan complicado, decía. Cuando vivía intentó aprenderse el mapa de todos los trenes, con sus intersecciones y todo. Ahora también podía hacerlo, pero resultaría demasiado fácil.
- Apunta. – Decía Ezequiel - se les ve más alterados de lo normal. Más agresivos.
- Y más limpios.
- Apunta. Los jóvenes parecen más, más…
- ¿Más?
- Nos faltan palabras, ¿verdad?
- Cierto.
- Bien, ¿qué pongo?
- Táchalo.
Los dos miraron un poco más alrededor, buscando qué decir sobre gente acerca de lo que no había mucho que decir. Tampoco sabían bien cuántas páginas necesitaban, o el orden que debían tener.
- Toda la vida he odiado que me hagan escribir por escribir. Poner más palabras de las que hacen falta. Y ahora esto. Es exprimir pulpa. De naranjas pochas. ¿No es horrible, Zeta?
- Sí.
- Pero también lo usaba para exámenes de los que no me sabía casi nada.
- Di ideas.
- Nunca me escuchas. Qué se yo. Los viejecitos parecen tranquilos
- Sí bueno, ellos siempre…
Entonces fue él quien empezó a hablar mucho, y mientras le hablaba, Jeremías solía mover la cabeza a un lado y a otro, como si aquello fuera una comedia. Aquello enfurecía a Ezequiel sobremanera. Éste dijo, recordando:
- La otra semana, cuando estaba con Nana, vimos una pelea en una estación de estas. Los aires acondicionados no son buenos, no. Una lid, una justa, una contienda. Nada, eran dos borrachos, no había honor ahí.
- Un zafarrancho.
- Sí, eso.
- ¿Se hicieron algo? ¿Les dejasteis?
- Qué va, sólo jugaban un poco. Esa gente no llega nunca a hacerse nada.
- Ya veo. – dijo Jeremías, que movía el boli entre los dedos y chasqueándolo de vez en cuando.- Espero que cuando terminemos me deje quedarme este boli. Es muy bonito.
- ¿No quieres que nos vayamos?
- Si ya me he acostumbrado, qué más da.
- Como quieras.
Un tren había llegado al andén, que estaba ya justo lleno de personas. Entonces sintió Jeremías ese picor en el brazo que conocía, que volvía a veces. Podía ser una oportunidad. Debía estar atento, muy atento. Miró alrededor. ¿Esos hombres? No, esos hombres no. Claro, qué tonto, el picor es cuando está por venir. Miró hacia las escaleras. Entre la gente, vio a una chica apresurándose en bajar y al escrutarla, había algo en ella, cómo se movía, y cómo…
- ¡Rápido, haz que salga ese tren!
Ezequiel corrió al lado del maquinista y sopló en su oreja. Éste cerró inmediatamente las puertas, haciendo justo que cuando la chica llegó a pulsar el botón, no sirviese para abrirlas. Se quedó frustrada, mientras el metro que quería desaparecía.
- ¿Qué coño haces? – Dijo alterado Ezequiel, mirando a todos lados. - ¿Por qué…?
- Es un plan.
- No veo que hayas salvado ninguna situación, y mucho menos, vidas.
- Es lo que pienso hacer. A su manera. Sólo espera.
Pero en fin, el túnel tragaba trenes con la misma facilidad con la que los vomitaba por el otro lado. La chica, de pelo castaño rizado, miraba a la gente a su alrededor.
- Es que estuve el otro día dando vueltas, viendo la gente pasar, y pensé…
- ¿Que has estado dando vueltas? Maldito cataplasma diurético.
- Oh, déjame. Mira, mírala. Bucea en ella, ¿no lo ves?
- No nos incumbe. Además, ¿qué vas a hacer tú? No puedes arriesgarte.
Una mujer balanceaba un carrito para calmar a su bebé. Hush baby don’t you cry. Nunca se sabe bien por qué llora un niño; puede ser hambre, sueño, o incluso nada concreto.
- ¿Estamos encerradísimos en esto, no te parece? En todo esto, condenados a mirar y mirar. Sólo quiero agitarlo todo un poco.
- Oh, y ya puestos a agitar, por qué no descarrilas el tren, directamente – ironizó Ezequiel.
- Eres imposible.
- Pero finito, para tu suerte.
Jeremías no tuvo más opción que sonreír, señalando vagamente.
“No escondas tu desgana en forma de un supuesto rigor, Ezequiel.”, ya le había dicho hacía unas semanas.
- Pero no podremos decírselo a Él. – seguía enfurruñado Ezequiel.- Quiero decir… es absurdo. No está en las normas. No es nuestra labor. Él no acepta estas cosas.
- Ah, no las acepta, no las acepta. Pero el mundo sigue en pie, ¿no? No se han separado los electrones de sus núcleos, ni el sol se ha tragado a sí mismo.
Tu nocividad y tus miedos. La elevación no te libra de nada; en la lógica misma de todo, están los fallos humanos. A su imagen y semejanza, decían. Los antiguos lo entendían mejor, a su manera. Sin querer, pero… La chica seguía esperando. Un chico joven bajaba, y Jeremías asentía con la cabeza. Claro, claro. Ese era el chico que imaginaba, no sería complicado, sólo…
- Imagina lo frágil e intangible que puede ser todo. Un toque, una chispa, y…
- Ni nosotros sabemos de esas cosas.
- Pues podríamos empezar a investigar, no?
- ¿Nosotros?
- Al menos como probabilidad.
- ¿Posibilidad, dices?
- Ya, perdona. Es que sonaba mejor.
Vieron pasar más gente. Con los nervios acerca de si iría bien su plan o no, Jeremías sentía la imperiosa necesidad de hablar.
- Pongamos que hay una habitación con alguien que ve a una persona y otra que no. En teoría, tendría razón la que no lo ve, pero reducido a términos lógicos….
- No me molestes con eso ahora.
- No, espera. Quiero decir. La persona… Es muy complejo. En tanto que para uno sí y otro no, no podemos remitirnos a una realidad elevada, a una verdad.
- Estás pinzadísimo, ¿no te lo habían dicho?
- A veces.
Una chica tiraba un sándwich a la basura. Una chica se alisaba la falda. Dos hombres con traje hablaban de negocios. Un viejo miraba el mapa de trayectos. Blablabla. El azar. Para haber tanto azar… “Lo que yo no sé es cómo el mundo aún se tiene en pie”, masculló Jeremías. Le recordó a una frase que solía usar para quejarse en vida “El mundo es un lugar terrible para vivir”
- El mundo se sostiene, qué maravilla. Milagroso. La gente sigue entendiéndose dentro de lo que cabe, encontrándose por casualidad, cantando por la calle y demás. Demasiado bien va todo. Estoy seguro, digo, convencido, de que no soy el único que se salta las normas de vez en cuando. Sí, estoy convencido. Ojala los demás no sean como tú, Ezequiel.
- Deja de meterte conmigo.
- Si sabes que yo…
- Apunta – seguía Ezequiel, con indiferencia a la discusión – esos dos hombres, no son de fiar.
- Nunca me cuentas nada de cómo eras antes.
- Tenemos que ceñirnos a esto.
Ahora lo veía todo tan sencillo. Tomar notas no era más que quejarse, un pozo de quejas con que Él no iba a hacer nada. El mundo hacía lo que quería y estaba lleno de olores desagradables. Qué si no. Igual ni siquiera existía. Igual todo era un sueño y seguía en coma tras aquello.
- Acepta que todo esto es mejorable.
- Que sí.
- Si tú no le cuentas nada a Él, no pasa nada.
- Pero a su vez… si no lo cuento no servirá, será una gota perdida en el tiempo.
- Si esos dos chicos van a estar bien, qué más te da. Con lo lioso que es todo. Creo que es el momento de empezar aceptar que hasta Él se pierde en la anchura del tiempo, maldita sea!
- No me gusta ese tono.
- ¿A qué estamos, a Viernes? Tranquilo, sólo me aguantas dos días más, y luego todos contentos. Que se te harán lustros sí. Un lastre. Lestrigones que se comían a los niños.
El chico y la chica, que debían ser de la misma edad, estaban de pie relativamente cerca, pero aún no lo suficiente para el gusto de Jeremías. Tenía que buscar alguna manera, porque sabía que su compañero no permitiría recurrir a tocar a nadie, eso sí se hacía sólo en ocasiones muy concretas. Una estación de metro es poco más que un agujero en el suelo, sólo escaleras y aire acondicionado y anuncios rectangulares y no había nada que ayudase a….
- ¿Por qué odias a la gente, Zeta, querido?
- No odio a la gente. Ni fu ni fa.
- Tú no puedes tener la cabeza fría. Nadie puede. Por más que pesemos medio gramo. Odias a esa chica.
- Puestos así, tú también la odias, no. Me odias a mí. Y es un cuarto de gramo.
- No te odio. Además, hablas muy bien.
- Ya, bueno. Tú también.
- Merci – dijo Jeremías, moviendo la mano en círculos, como si fuese una reverencia.
El siguiente metro llegó. Aún le daba vueltas a su plan. Como Ezequiel no decía nada, entendió que no le importaba. Siempre que, claro. ¿Sería necesario decírselo a la oreja? No, claro. Desde un poco lejos podría, aunque más personas lo entenderían así. Sí, era casi perfecto. Pero el vagón es grande y… No, deben estar juntos, juntos. Siendo así…a un par de pasos, idóneo. Sube, sube, sube ahí, sube ahora. Subid.
- Y a ese chico…- seguía insistiendo, su compañero.
- Mira, yo me hago cargo. En mis ratos libres pasaré a verles.
- Ah sí, tus paseos nocturnos. Claro, claro. ¿Pero lo has pensado todo? Tal vez ese…
- No.
- Y si…
Los dos jóvenes subieron y las puertas se cerraron a sus espaldas, mientras que los dos urdidores se quedaron en el andén.
- Seguro que les irá genial. – Dijo Jeremías.
Vio un botón en el suelo. Se agachó para recogerlo y lo metió en su bolsillo. El mundo era un vertedero precioso. Dejó caer la libreta. En ella sólo había rallajos. La gente pasaba y le miraba con precaución. Algunos conocían ya al chico Jeremías. El chico de la libreta. Los de seguridad le dejaban estar, no se metía nunca con nadie, no causaba problemas.
- Nadie sabrá jamás la bondad de tus actos, Jeremías.
- No importa.
Sonrieron suavemente, con la elegancia de un joven depresivo. Levantaron sus manos izquierdas a mitad entre ellos y tintinearon los dedos, con afecto.
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