lunes, 11 de julio de 2011

Protectores

La hora punta del mundo, y de la ciudad como representación. Coches, andenes, zapatos. Jeremías y Ezequiel, dos seres etéreos, deambulan por las calles intentando observar. Es su principal obligación, enviados por Él. Toman notas en un papel, y al final de la semana redactarán un informe de un par de hojas. Se toman los días con calma. Por la mañana hay mucha gente, pero en realidad no suele pasar mucho. Es más bien hacia las tres de la tarde, cuando algunos enloquecen. Está bien, porque no necesitan preocuparse por cuándo cruzar la calle o abrir una puerta.

Ese día, un martes nublado, Ezequiel propone pasarse por el metro para controlar las incidencias. Para ir abajo, utilizan las escaleras mecánicas. Etéreos, pero mantienen la elegancia. No les gusta atravesar a la gente, y deducen que a ellos tampoco les agrada sentirse atravesados. Ya no digamos cuando se quedan en el mismo sitio que ellos. Bajo la ropa y a primera hora de la mañana, no es una sensación agradable. Y como la gente tiende siempre a rellenar los huecos, usan la vía libre.

- ¿Le dijiste de quedar entonces o qué?

- Con un chorrito de vino está muy bueno.

- Saqué tres de la biblioteca, y este que…

- Hoy no tengo ganas de hablar, de veras.

- Beber al mediodía, estáis locos.


- No me gustan estos lugares tan cerrados, subterráneos. – plantea Ezequiel al llegar abajo.- Y a parte, la gente habla tanto… El ruido de las bocas y tripas. Una espiral terrible, desgarro. Y el silencio interior.

Ellos, tal como eran, podían pasar del lenguaje más recargado a hablar casi con miradas. Dieron vueltas alrededor. La gente iba al trabajo o estudiaba. A Jeremías le temblaba el brazo de inquietud. Da vueltas en círculos, aprovechando su ligereza, aprovechando la ausencia de un sistema de equilibrio que le diera náuseas. Cuando vivía era tan complicado, decía. Cuando vivía intentó aprenderse el mapa de todos los trenes, con sus intersecciones y todo. Ahora también podía hacerlo, pero resultaría demasiado fácil.

- Apunta. – Decía Ezequiel - se les ve más alterados de lo normal. Más agresivos.
- Y más limpios.
- Apunta. Los jóvenes parecen más, más…
- ¿Más?
- Nos faltan palabras, ¿verdad?
- Cierto.
- Bien, ¿qué pongo?
- Táchalo.

Los dos miraron un poco más alrededor, buscando qué decir sobre gente acerca de lo que no había mucho que decir. Tampoco sabían bien cuántas páginas necesitaban, o el orden que debían tener.

- Toda la vida he odiado que me hagan escribir por escribir. Poner más palabras de las que hacen falta. Y ahora esto. Es exprimir pulpa. De naranjas pochas. ¿No es horrible, Zeta?
- Sí.
- Pero también lo usaba para exámenes de los que no me sabía casi nada.
- Di ideas.
- Nunca me escuchas. Qué se yo. Los viejecitos parecen tranquilos
- Sí bueno, ellos siempre…

Entonces fue él quien empezó a hablar mucho, y mientras le hablaba, Jeremías solía mover la cabeza a un lado y a otro, como si aquello fuera una comedia. Aquello enfurecía a Ezequiel sobremanera. Éste dijo, recordando:

- La otra semana, cuando estaba con Nana, vimos una pelea en una estación de estas. Los aires acondicionados no son buenos, no. Una lid, una justa, una contienda. Nada, eran dos borrachos, no había honor ahí.
- Un zafarrancho.
- Sí, eso.
- ¿Se hicieron algo? ¿Les dejasteis?
- Qué va, sólo jugaban un poco. Esa gente no llega nunca a hacerse nada.
- Ya veo. – dijo Jeremías, que movía el boli entre los dedos y chasqueándolo de vez en cuando.- Espero que cuando terminemos me deje quedarme este boli. Es muy bonito.
- ¿No quieres que nos vayamos?
- Si ya me he acostumbrado, qué más da.
- Como quieras.


Un tren había llegado al andén, que estaba ya justo lleno de personas. Entonces sintió Jeremías ese picor en el brazo que conocía, que volvía a veces. Podía ser una oportunidad. Debía estar atento, muy atento. Miró alrededor. ¿Esos hombres? No, esos hombres no. Claro, qué tonto, el picor es cuando está por venir. Miró hacia las escaleras. Entre la gente, vio a una chica apresurándose en bajar y al escrutarla, había algo en ella, cómo se movía, y cómo…

- ¡Rápido, haz que salga ese tren!
Ezequiel corrió al lado del maquinista y sopló en su oreja. Éste cerró inmediatamente las puertas, haciendo justo que cuando la chica llegó a pulsar el botón, no sirviese para abrirlas. Se quedó frustrada, mientras el metro que quería desaparecía.

- ¿Qué coño haces? – Dijo alterado Ezequiel, mirando a todos lados. - ¿Por qué…?
- Es un plan.
- No veo que hayas salvado ninguna situación, y mucho menos, vidas.
- Es lo que pienso hacer. A su manera. Sólo espera.

Pero en fin, el túnel tragaba trenes con la misma facilidad con la que los vomitaba por el otro lado. La chica, de pelo castaño rizado, miraba a la gente a su alrededor.

- Es que estuve el otro día dando vueltas, viendo la gente pasar, y pensé…
- ¿Que has estado dando vueltas? Maldito cataplasma diurético.
- Oh, déjame. Mira, mírala. Bucea en ella, ¿no lo ves?
- No nos incumbe. Además, ¿qué vas a hacer tú? No puedes arriesgarte.

Una mujer balanceaba un carrito para calmar a su bebé. Hush baby don’t you cry. Nunca se sabe bien por qué llora un niño; puede ser hambre, sueño, o incluso nada concreto.

- ¿Estamos encerradísimos en esto, no te parece? En todo esto, condenados a mirar y mirar. Sólo quiero agitarlo todo un poco.
- Oh, y ya puestos a agitar, por qué no descarrilas el tren, directamente – ironizó Ezequiel.
- Eres imposible.
- Pero finito, para tu suerte.
Jeremías no tuvo más opción que sonreír, señalando vagamente.

“No escondas tu desgana en forma de un supuesto rigor, Ezequiel.”, ya le había dicho hacía unas semanas.

- Pero no podremos decírselo a Él. – seguía enfurruñado Ezequiel.- Quiero decir… es absurdo. No está en las normas. No es nuestra labor. Él no acepta estas cosas.
- Ah, no las acepta, no las acepta. Pero el mundo sigue en pie, ¿no? No se han separado los electrones de sus núcleos, ni el sol se ha tragado a sí mismo.

Tu nocividad y tus miedos. La elevación no te libra de nada; en la lógica misma de todo, están los fallos humanos. A su imagen y semejanza, decían. Los antiguos lo entendían mejor, a su manera. Sin querer, pero… La chica seguía esperando. Un chico joven bajaba, y Jeremías asentía con la cabeza. Claro, claro. Ese era el chico que imaginaba, no sería complicado, sólo…

- Imagina lo frágil e intangible que puede ser todo. Un toque, una chispa, y…
- Ni nosotros sabemos de esas cosas.
- Pues podríamos empezar a investigar, no?
- ¿Nosotros?
- Al menos como probabilidad.
- ¿Posibilidad, dices?
- Ya, perdona. Es que sonaba mejor.

Vieron pasar más gente. Con los nervios acerca de si iría bien su plan o no, Jeremías sentía la imperiosa necesidad de hablar.

- Pongamos que hay una habitación con alguien que ve a una persona y otra que no. En teoría, tendría razón la que no lo ve, pero reducido a términos lógicos….
- No me molestes con eso ahora.
- No, espera. Quiero decir. La persona… Es muy complejo. En tanto que para uno sí y otro no, no podemos remitirnos a una realidad elevada, a una verdad.
- Estás pinzadísimo, ¿no te lo habían dicho?
- A veces.
Una chica tiraba un sándwich a la basura. Una chica se alisaba la falda. Dos hombres con traje hablaban de negocios. Un viejo miraba el mapa de trayectos. Blablabla. El azar. Para haber tanto azar… “Lo que yo no sé es cómo el mundo aún se tiene en pie”, masculló Jeremías. Le recordó a una frase que solía usar para quejarse en vida “El mundo es un lugar terrible para vivir”

- El mundo se sostiene, qué maravilla. Milagroso. La gente sigue entendiéndose dentro de lo que cabe, encontrándose por casualidad, cantando por la calle y demás. Demasiado bien va todo. Estoy seguro, digo, convencido, de que no soy el único que se salta las normas de vez en cuando. Sí, estoy convencido. Ojala los demás no sean como tú, Ezequiel.
- Deja de meterte conmigo.
- Si sabes que yo…
- Apunta – seguía Ezequiel, con indiferencia a la discusión – esos dos hombres, no son de fiar.
- Nunca me cuentas nada de cómo eras antes.
- Tenemos que ceñirnos a esto.

Ahora lo veía todo tan sencillo. Tomar notas no era más que quejarse, un pozo de quejas con que Él no iba a hacer nada. El mundo hacía lo que quería y estaba lleno de olores desagradables. Qué si no. Igual ni siquiera existía. Igual todo era un sueño y seguía en coma tras aquello.

- Acepta que todo esto es mejorable.
- Que sí.
- Si tú no le cuentas nada a Él, no pasa nada.
- Pero a su vez… si no lo cuento no servirá, será una gota perdida en el tiempo.
- Si esos dos chicos van a estar bien, qué más te da. Con lo lioso que es todo. Creo que es el momento de empezar aceptar que hasta Él se pierde en la anchura del tiempo, maldita sea!
- No me gusta ese tono.
- ¿A qué estamos, a Viernes? Tranquilo, sólo me aguantas dos días más, y luego todos contentos. Que se te harán lustros sí. Un lastre. Lestrigones que se comían a los niños.

El chico y la chica, que debían ser de la misma edad, estaban de pie relativamente cerca, pero aún no lo suficiente para el gusto de Jeremías. Tenía que buscar alguna manera, porque sabía que su compañero no permitiría recurrir a tocar a nadie, eso sí se hacía sólo en ocasiones muy concretas. Una estación de metro es poco más que un agujero en el suelo, sólo escaleras y aire acondicionado y anuncios rectangulares y no había nada que ayudase a….

- ¿Por qué odias a la gente, Zeta, querido?
- No odio a la gente. Ni fu ni fa.
- Tú no puedes tener la cabeza fría. Nadie puede. Por más que pesemos medio gramo. Odias a esa chica.
- Puestos así, tú también la odias, no. Me odias a mí. Y es un cuarto de gramo.
- No te odio. Además, hablas muy bien.
- Ya, bueno. Tú también.
- Merci – dijo Jeremías, moviendo la mano en círculos, como si fuese una reverencia.

El siguiente metro llegó. Aún le daba vueltas a su plan. Como Ezequiel no decía nada, entendió que no le importaba. Siempre que, claro. ¿Sería necesario decírselo a la oreja? No, claro. Desde un poco lejos podría, aunque más personas lo entenderían así. Sí, era casi perfecto. Pero el vagón es grande y… No, deben estar juntos, juntos. Siendo así…a un par de pasos, idóneo. Sube, sube, sube ahí, sube ahora. Subid.

- Y a ese chico…- seguía insistiendo, su compañero.
- Mira, yo me hago cargo. En mis ratos libres pasaré a verles.
- Ah sí, tus paseos nocturnos. Claro, claro. ¿Pero lo has pensado todo? Tal vez ese…
- No.
- Y si…

Los dos jóvenes subieron y las puertas se cerraron a sus espaldas, mientras que los dos urdidores se quedaron en el andén.
- Seguro que les irá genial. – Dijo Jeremías.

Vio un botón en el suelo. Se agachó para recogerlo y lo metió en su bolsillo. El mundo era un vertedero precioso. Dejó caer la libreta. En ella sólo había rallajos. La gente pasaba y le miraba con precaución. Algunos conocían ya al chico Jeremías. El chico de la libreta. Los de seguridad le dejaban estar, no se metía nunca con nadie, no causaba problemas.


- Nadie sabrá jamás la bondad de tus actos, Jeremías.
- No importa.

Sonrieron suavemente, con la elegancia de un joven depresivo. Levantaron sus manos izquierdas a mitad entre ellos y tintinearon los dedos, con afecto.


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domingo, 3 de julio de 2011

Sol

Andy pasa la mano por delante de su cara, con los ojos cerrados, y los dedos abiertos. Frente a la ventana en la que entra el sol, disfrutando en sus párpados figuras de colores. Que se pierden, vienen y van. Lleva ahí sentado durante un cuarto de hora, con las piernas cruzadas, y casi ha olvidado si es mediodía, tarde o anochecer. La televisión está apagada, callada, las estanterías de libros también lo están. Lleva los calcetines sucios, de ir por casa sin zapatillas, pero a su madre no le importa. Él tampoco se fija. Un brillo se le ha aparecido ahora como violeta, que después se ha hecho un verde que juraría no haber visto jamás. De una delgada línea que veía, empieza a vibrar por una zona de su visión. Sabe que tiene algo que ver con el cerebro.

- ¿Qué coño haces? – le interrumpió su padre, que había entrado en el comedor.
- Nos lo ha enseñado Toni, se pueden ver colores así.
- ¿Quién es Toni?
- Nuestro profesor de Conocimiento del medio.
- Deja de hacer tonterías, anda. ¿Ya haces exámenes?
- No, el año que viene.
- Ah, bien, bien.

El padre se sentó en el sofá y exhaló cansadamente. "Dónde está el mando", dijo sin llegar a entonar una pregunta. Andy señaló mudo al estante al lado de la televisión, mientras se levantaba. Cuando pasó por delante de su padre para abandonar el comedor, éste le dijo una última cosa:

- Y levanta la espalda, que pareces un simio. – poniendo la mano para corregirle a la vez que lo empuja hacia fuera. – O te acabaremos poniendo el aparato.

Cuando era más pequeño, Andy había visto en casa del abuelo un extraño aparato que decían le sirvió para enderezar su espalda, y que parecía sujetarse alrededor de todo el tronco. Le causó tanta impresión que desde entonces sus padres lo amenazan con él. Tras abandonar el comedor, va al baño porque cree que va a tener ganas de hacer pis, pero en realidad no las tiene, así que vuelve a salirse. En realidad no sabe muy bien qué hacer. El colgador de abrigos en la entrada le daba miedo unos años antes, pareciéndole un hombre con gabardina. Pero ahora ya había crecido, claro. Oye el tic tac del reloj, viniendo de la cocina, y prueba a sentarse en una de las sillas.

Al ir hacia allí, ve el pasillo, un largo pasillo que siempre se le había antojado misterioso y amenazador. Su madre llenaba una olla de agua. Andy escuchó el agua caer ante la pared de metal inclinada. Pensó que sería un desperdicio si el chorro cayese mitad fuera del borde. Pero caía limpiamente. En el frutero, todas las frutas estaban ordenadas como una pirámide. La puerta del microondas estaba a medio abrir. Entonces, el golpe seco al cerrar el grifo le hizo decidirse:

- ¿Qué le pasa a papá? – preguntó.
- Nada. Es el estrés del trabajo.
- ¿Qué es el estrés?
- Que el trabajo le sienta mal.

Quedó callado. Sabía que papá era obrero. No le parecía tan mal trabajo, hacer casas para la gente. Aunque a él no se le ocurría nada que pudiera ser, de mayor.

- ¿A ti te gusta cocinar? - preguntó.
- No está mal – dijo ella, girándose con una sonrisa.

Movía las piernas y sentía los talones dando en el reposapiés de la silla. Recordaba aún cuando dejándolas sueltas simplemente apoyaba los pies en ellos. Se hacía un mundo pequeño, pensó. Y al salir, vio el pasillo. Rara vez se atrevía a salir de noche, sólo por ese pasillo, como si fuese una entidad en si misma, regida por otras leyes. Retenía el pis si hacía falta. Igualmente, de todas maneras, sabía que aquello no podía introducirse en la habitación, que bastaba con no abrir la puerta entonces. Andy entreabrió la puerta del comedor, y en el sillón su padre se hacía un cigarrillo, que descansaba entre sus dedos hilando el humo hacia arriba.

- Oye, ven para aquí. – dijo, más suave que cuando le había hablado antes. Andy se acercó y su padre se quedó unos segundos callado, mirando hacia la ventana por la que entraba la luz, que empezaba a ensuavecerse. – Mira…- seguía, con incertidumbre. Le temblaba ligeramente la mano con la que sujetaba el cigarrillo - No pierdas el tiempo, sólo eso. No creo que hagan falta grandes palabras para decirlo. Sólo intenta tenerlo en la cabeza, quieres. Ahora no, pero cuando crezcas. No lo pierdas. Y si ves que se te va haz lo que esté en tu mano, pero no lo pierdas.

Seguía echado en el sillón, con el volumen de la televisión bajo y el mando en su regazo. Soltó un suspiro apagado, inintencionado.

- Con la televisión no se llega a nada. No enchufes nunca la televisión. De hecho, apágala si la ves encendida.
- Pero tú estás todo el día viéndola.
- Ya.
- Mmm. ¿La apago?
- No, no. Déjala.

Andy estaba confuso, tanto por las palabras que le había dicho como por la contradicción final. En todo ese rato su padre no le había mirado, al menos directamente. Excepto al final, cuando le dijo:

- Y levanta la espalda. Te vamos a poner el aparato ese, eh? – y rió a desgana.

Andy quedó perturbado por unos segundos. Sentía que había rozado el mundo de los adultos por primera vez, además de por todo lo anterior, especialmente por la risa final. Porque con ella le era revelada una broma, que había durado tanto tiempo, que de golpe y porrazo entendió que había un mundo del que no sabía nada de nada, y que todos jugaban a callar y hablar en correctas proporciones. Se le antojaba un mundo desconocido y descorazonador a partes iguales. Asimismo, jamás había caído en que muy pocas palabras pudieran estallar así en una cabeza, implicando tanto significado, desenredándose como una bola de lana.

- Anda, ve un rato a tu cuarto. No pienses mucho en lo que te he dicho, es sólo una tontería para cuando crezcas. No le digas nada a mamá, eh?

Andy asintió, salió y cruzó el pasillo para ir hasta su cuarto, que se encontraba justo a la mitad. Le daba la sensación de que con un poco de empeño, si se quedaba mirando, al fondo podría ver algo. En ese límite incierto en el que el negro empieza a dejar ver un color oscuro, podría aumentar el contraste, delimitar una línea. Debía haber una manera.

Fue hasta su cuarto y sacó el cajón de los juguetes de debajo de su cama. Le pesaba mucho menos ahora, arrastrándola. Allí estaba todo con lo que pasaba las tardes. Estaba la bolsa de vaqueros de plástico, el castillo y los pequeños coches y tractores, que con el tiempo había ido acumulando de las tiendas de baraturas en su ciudad. Se quedó mirándolos, atendiendo a su respiración, pero descubrió que no tenía ganas. El último día que había jugado con ellos era hacía una semana. ¿Qué había hecho en las tardes que precedían a esta? No se acordaba. En realidad, tampoco se acordaba de muchas tardes con los juguetes. Sí, recordaba aquella ver que había imaginado una gran batalla diseminando los soldados por los muebles de la habitación, y con las cartas de papá, cuando hizo aquella pirámide que se desplomó casi cuando ya estaba hecha. Pero ahora no tenía ganas, sintió que se aburría, un aburrimiento que no tenía mucho que ver con hacía un par de años, cuando después de horas en el parque consideraba que había tenido bastante.

Se acercó hasta la ventana y golpeó el vidrio. Un edificio enorme, al otro lado de la calle, se alzaba a la vista. La parte superior tapaba unas nubes que tapaban el cielo.
- Yo nunca podría hacer algo así. –murmuraba.

No tenía ganas de estar allí, en realidad. Quería hacer un poco de tiempo. Fue hacia la cocina otra vez, cruzando el pasillo. Con un poco… de su parte. Podría ver algo, sí, tal vez engañar a su cabeza alejándose poco a poco, o acercándose. Algo. O alguien.

Se sentó a esperar en la cocina. Su madre, mientras, cocinaba, y el sonido del cuchillo contra el mármol lo sumió en un estado que no conocía de antes. No sabía muy bien a qué esperaba. Tenía la cabeza vacía, el sentimiento de que podía ser de noche, ser el día siguiente, ser el año siguiente, todo rápido y lento a la vez. No sabía a dónde ir, pero de repente la casa se le hizo muy pequeña. Una pregunta revoloteó en su cabeza, y justo iba a preguntársela a su madre, cuando la olvidó. Se quedó moviendo los dedos de la mano como si le cosquillearan, por encima de la mesa.

El pasillo al fondo estaba oscuro. Y el resto del mundo, en su claridad, aparecía ordenado.


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Hola, queridos cibernadie. He escrito. En Madrid escribe un porrón de gente. Así que yo que sé. Mejor no pongo canción, ninguna le pega. ¿Cómo os va?

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