miércoles, 18 de noviembre de 2009

Incorrección

Me han echado fuera de clase por reírme del profesor de física. Mientras, he de copiar veinte veces /Me comportaré como un alumno de segundo de bachiller/. Y con buena letra, oiga.

Es gracioso, porque desde los 12 años me han dicho que ya soy mayor para ciertas cosas. Que sí /eso te parece normal/, y demás fórmulas con intención de humillar. Que /debería/ madurar. Me hace gracia cuando usan la palabra deber. Llevo cinco copiadas (¿no sería mejor que fuese copiando por trozos en horizontal, para cogerles práctica?)

Entiendo que quiera que rinda en clase, que no moleste a los demás…pero en la recomendación termina su trabajo, joder. Y en la corrección de los exámenes, obviamente. Que intenten desplazarlo a un terreno moral con ese /debes/ es algo que me asquea. Si mi risa fastidia la clase, que me eche, pero que no intente hacer que me arrepienta, eso ya es cosa mía. Porque no habéis visto la que me ha montado delante de todos. Pues anda que no me río yo de mi patético aspecto, de mis patéticas aspiraciones y fracasos. Y de los de mis amigos. Sin la risa, una risa cruel además, el mundo nunca avanzaría. Empieza a doler la mano eh. Quince van.

Que madure dice. Claro, voy a madurar tanto que me voy a ir quedando calvo y atrapado en un trabajo que odio, como él. Por supuesto, me va a salir madurez por las orejas. Diecinueve. La madre que lo parió. Veinte.

¿Me estoy justificando a mí mismo en mi propia cabeza? Dios, eso sí que es estar enfermo. Anda, un viejo pasa por la calle. Bendita perspectiva aérea. Sólo he gastado la mitad del papel para las frases, que ahora que veo han quedado un poco tuertas. Arranco la mitad que sobra y hago una bola de papel. Apunto desde la ventana…

Muahaha, en toda la calva. Me escondo de nuevo, agachado, echando a reír sin control. Dios, y pensar que en un año ya no podré hacer esto.


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Como decían en Mayo del 68;
No os fiéis de los mayores de 30.

Fais moi mal - Boris Vian

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Infinitivo

Como el pitido del teléfono cuando aún no has marcado. Una frecuencia ácida y chirriante. Así era el dolor de cabeza que aquella noche, la más sufrida que mi cama ha presenciado, me sobrevino tras la visita a la clínica.

Con las manos apretaba fuertemente la cara, por los ojos y nariz tan fuerte que cortaba el riego y deformaba el cartílago. Asimismo, los dientes apretaban fuertemente y estos se aplastaban contra las encías, que sentía débiles, adormecidas. Calmando el dolor. Todo ayudaba.

De uno de los lóbulos bajo la carne de los labios, siendo tal el tormento, mordí hasta hacerme sangre. Bebí de la botella al lado de la cama, sin poder evitar que algo de sangre se escapase. Entonces se arremolinaba en mitad del agua. Era como un sueño horrible, y procuraba no pensar ni en el momento, ni en el mañana, ni en nada.

Sentía la cabeza acelerar y decelerar con el mínimo movimiento. Por supuesto sin poder dormir. Quería convertirme en un diminuto punto, reducirme hasta que el dolor quedase fuera de mi esfera. Me sentía una mancha chirriante. E iba a más.

¿Es que esta mierda no va a hacer efecto nunca? Cogí el prospecto y revisé las dosis…estaba bien, esto de…anti-inflamatorio? Dios, dios. Me levanté con las piernas temblorosas y fui tambaleándome por el pasillo, poniendo las manos en las paredes, hasta la cocina. La sobreimpresión de la luz atacó mis ojos. No sabía qué hora era, no sabía qué era nada.

Eché afuera todo el estante de los medicamentos y busqué unas aspirinas. El Valium y la Doxilamina parecían reírse de mí. Encontré el Efelgarán justo detrás de ellos. Cogí una pastilla y lo metí en un vaso de agua, para ir directo a mí boca. El chirrido seguía en el aire, en mi cabeza, en los muebles.

Huí a un rincón de la cocina con las piernas apretadas contra el pecho. Unas lágrimas calientes, muy calientes, resbalan por las mejillas. Y balanceando hacía delante y atrás, rezaba para que aquello pasase de una vez. Que se vaya por favor.
Que se vaya.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Fortuna

Pasé toda mi vida bajo la influencia del número 34. Como un jugador de ruleta, estaba convencido de que mi destino estaba en manos de aquello.

Empezó en la temprana adolescencia. Aparecía en todas partes. De las pocas veces que miraba la hora, lo encontraba allí. Iba por la calle y estaba en las casas. En las fechas. Jamás me dediqué a decir /mira, ahí sale un 43, que es al revés, o un diecisiete que es la mitad. No. Algo ahí arriba estaba jugando a inundarme en 34’s. Y pasé mi vida pensando que tal vez aquello me preparaba para una decisión, de la cual dependería que todo me fuese bien o me fuese mal.

Pensaba que el viejo que siempre encontraba justo cerrando la puerta 34 de aquella calle, podía ser un magnífico escritor que estaba destinado a conocer sólo yo. O que aquel pack de novelas por 34 euros que vi en el rastrillo aguardaría una literatura deliciosa. Aun con todo, no era una cuestión de creer en /la suerte/. La suerte para mí nunca existió.

¿Y además, me vais a negar que suena aparatosamente bien? Treintaycuatro. Yo estaba en ese número. El orden de lo desagradable, la estabilidad en lo rugoso.

Me metí en una filología y compré aquel garaje con el número 34 de una polvorienta ciudad. Publiqué un libro que nadie leyó. Lo intenté con otro y no me lo publicaron. Ahora me veo con 34 años, y puedo aceptar que soy un completo fracasado. Tal vez me equivoqué al apostar al rojo. Pero al diablo con todo, ha sido mi fracaso, más mío que mil victorias ajenas, y eso no me lo quitará ni la fortuna ni nadie.

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Ocho y medio - Nacho Vegas

martes, 3 de noviembre de 2009

Impulso

Sabía que era especial. Lo sabía por la ropa ligeramente descuidada, por las gafas rojas, la forma de cruzar los brazos como diciendo /mi tiempo vale más que esto/.
Al ver una chica así en el tren, intenté imaginarme su vida, su casa, sus lecturas, sus pensamientos… pero era luchar contra mi naturaleza: era inevitable que me imaginase dándole un orgasmo. Cuando en mitad de una conversación sonreía, conservaba el fotograma en mi cabeza y lo transformaba en una cara de placer, en el cual ya la hacía temblar, hacer ruiditos y todo eso.

Tal vez en el cruce de miradas lo haya advertido. Por eso tiendo a no dejar que me miren a los ojos, que me vean adentro. Porque esas cosas, en especial ellas, en seguida lo ven. Y sonreía cruelmente porque lo sabía. Estaba en su cabeza el “¿Quieres, eh?” Y eso me acrecentaba más el fuego, y todo era absurdo.

Miré alrededor y miré a los demás adolescentes. Habían subido hacía unas pocas paradas, y desde entonces hablaban y hacían bromas a voces. Chicos y chicas. Toda aquella alegría me hizo sonreír un buen rato, pero hubo un punto en el que me asqueó. Los imaginaba en sus habitaciones, cada uno tocándose en sus frías camas, y pensé que era una pena que perdieran el tiempo hablando para luego estar escurriéndose entre sus cuatro paredes, pudiendo hacérselo entre ellos.

¿Pero estaba yo enfermo, lo estaban ellos, lo estábamos todos? Tal vez tenían en la cabeza exactamente la misma mierda. ¿Era acaso mi deseo más intenso, más real? No había forma de medir algo así. Lo gracioso es que yo solía decirme a mí mismo que admiraba a las chicas de una forma más /elevada/… ¿pero entonces qué era aquello?

Empezaron, agotadas las energías, las escenitas de cabezas de chicas sobre pechos de chicos. Vaya, tal vez sus camas no estuviesen tan frías como pensaba. Volví a la chica de las gafas rojas. Sonreía mirando por la ventana. Me sentí sucio. Por encima de la candidez de su sonrisa, de la brillantez de su piel, estaba la almizcleña idea de echarla a tierra y hacérselo allí mismo.

Pasé el resto del viaje mirando al suelo, afectado una tremenda e indefinible vergüenza.

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Ficción literaria, claro que sí.


Que te vaya bien, Miss Carrusel - Nacho Vegas